Dos años antes de este último asunto, el abad de Clairvaux había tenido la alegría de ver subir sobre el trono pontifical a uno de sus antiguos monjes, Bernardo de Pisa, que tomó el nombre de Eugenio III, y que continuó manteniendo siempre con él las más afectuosas relaciones; es éste nuevo papa el que, casi desde el comienzo de su pontificado, le encargó predicar la segunda cruzada. Hasta entonces, la Tierra Santa no había tenido, en apariencia al menos, más que un lugar muy débil en las preocupaciones de San Bernardo; no obstante, sería un error creer que había permanecido enteramente extraño a lo que pasaba allí, y la prueba de ello está en un hecho sobre el que, de ordinario, se insiste mucho menos de lo que convendría.
Queremos hablar de la parte que San Bernardo había tomado en la constitución de la Orden del Temple, la primera de las Órdenes militares por la fecha y por la importancia, y la que había de servir de modelo a todas las demás. Es en 1128, alrededor de diez años después de su fundación, cuando esta Orden recibió su regla en el concilio de Troyes, y es Bernardo quien, en calidad de secretario del concilio, fue encargado de redactarla, o al menos de trazar sus primeros lineamientos, pues parece que no es sino un poco más tarde cuando fue llamado a completarla, y que no acabó su redacción definitiva sino en 1131.
San Bernardo comentó después esta regla en el tratado De laude novoe mititioe, donde expuso en términos de una magnífica elocuencia la misión y el ideal de la caballería cristiana, de lo que él llamaba la «milicia de Dios». Estas relaciones del abad de Clairvaux con la Orden del Temple, que los historiadores modernos no consideran más que como un episodio muy secundario de su vida, tenía ciertamente una importancia muy diferente a los ojos de los hombres de la edad media; y ya hemos mostrado en otra parte que constituían sin duda la razón por la que Dante debía escoger a San Bernardo como su guía, en los últimos círculos del Paraíso.