Monday, March 20, 2006
LA LUCHA.-
No obstante, el abad de Clairvaux no tuvo que luchar solo en el dominio político, sino también en el dominio intelectual, donde sus triunfos no fueron menos brillantes, puesto que estuvieron marcados por la condena de dos adversarios eminentes, Abélard y Gilbert de la Porée.
El primero, por su enseñanza y por sus escritos, se había granjeado la reputación de un dialéctico de los más hábiles; abusaba incluso de la dialéctica, ya que, en lugar de no ver en ella más que lo que es realmente, un simple medio para llegar al conocimiento de la verdad, la consideraba casi como un fin en sí misma, lo que resultaba naturalmente en una suerte de verbalismo. Igualmente, parece que haya habido en él, ya sea en el método, o ya sea en el fondo mismo de las ideas, una búsqueda de la originalidad que le acerca un poco a los filósofos modernos; y, en una época donde el individualismo era algo casi desconocido, este defecto no podía intentar pasar por una cualidad como ocurre en nuestros días.
Así pues, algunos se inquietaron pronto ante estas novedades, que tendían nada menos que a establecer una verdadera confusión entre el dominio de la razón y el dominio de la fe; no es que Abélard de la Porée fuera hablando propiamente un «racionalista» como se ha pretendido a veces, ya que no hubo racionalistas antes de Descartes; pero no supo hacer la distinción entre lo que depende de la razón y lo que le es superior, entre la filosofía profana y la sabiduría sagrada, entre el saber puramente humano y el conocimiento trascendente, y eso es la raíz de todos sus errores. ¿No llega a sostener que los filósofos y los dialécticos gozan de una inspiración habitual que sería comparable a la inspiración sobrenatural de los profetas? Se comprende sin esfuerzo que San Bernardo, cuando se llamó su atención sobre semejantes teorías, se haya levantado contra ellas con fuerza e incluso con un cierto arrebato, y también que haya reprochado amargamente a su autor haber enseñado que la fe no era más que una simple opinión.
La controversia entre estos dos hombres tan diferentes, que comenzó en conversaciones particulares, tuvo pronto una inmensa resonancia en las escuelas y los monasterios; Abelardo, confiando en su habilidad para manejar el razonamiento, pidió al arzobispo de Sens que reuniera un concilio ante el que se justificaría públicamente, ya que pensaba conducir la discusión de tal manera que la manejaría fácilmente para confusión de su adversario. Las cosas pasaron de un modo muy diferente: en efecto, el abad de Clairvaux no concebía el concilio más que como un tribunal ante el que el teólogo sospechoso comparecería como acusado; en una sesión preparatoria, presentó las obras de Abelardo y sacó de ellas las proposiciones más temerarias, cuya heterodoxia probó; al día siguiente, habiendo sido admitido el autor, le intimó, después de haber enunciado estas proposiciones, a retractarse de ellas o a justificarlas. Abelardo, presintiendo desde entonces una condena, no atendió al juicio del concilio y declaró inmediatamente que apelaba para ello a la corte de Roma; el proceso no cambio su curso por ello, y, desde que se pronunció la condena, Bernardo escribió a Inocente II y a los cardenales cartas de una elocuencia abrumadora, tanto que, seis semanas más tarde, la sentencia era confirmada en Roma. Abelardo no tenía más que someterse; se refugió en Cluny, junto a Pierre le Venerable, que le arregló una entrevista con el abad de Clairvaux y se avino a reconciliarlos.
El concilio de Sens tuvo lugar en 1140; en 1147, Bernardo obtuvo igualmente, en el concilio de Reims, la condena de los errores de Gilbert de la Porrée, obispo de Poitiers, concernientes al misterio de la Trinidad; estos errores provenían de que su autor aplicaba a Dios la distinción real de la esencia y de la existencia, distinción que no es aplicable más que a los seres creados. Gilbert se retractó sin dificultad; así pues, se prohibió simplemente leer o transcribir su obra antes de que hubiera sido corregida; su autoridad, a parte de los puntos particulares que estaban en causa no fue menoscabada por ello, y su doctrina permaneció en gran crédito en las escuelas durante toda la edad media.