La doctrina de San Bernardo es esencialmente mística; por ello, entendemos que considera sobre todo las cosas divinas bajo el aspecto del amor, que, por lo demás, sería erróneo interpretarlo aquí en un sentido simplemente afectivo como lo hacen los modernos psicólogos.
Como muchos grandes místicos, fue especialmente atraído por el Cantar de los Cantares, que comentó en numerosos sermones, formando una serie que se prosiguió a través de toda su carrera; y este comentario, que permaneció siempre inacabado, describe todos los grados del amor divino, hasta la paz suprema a la que el alma llega en el éxtasis.
El estado extático, tal como le comprende y como ciertamente lo sintió, es una suerte de muerte a las cosas del mundo; con las imágenes sensibles, todo sentimiento natural ha desaparecido; todo es puro y espiritual tanto en el alma misma como en su amor. Este misticismo debía reflejarse naturalmente en los tratados dogmáticos de San Bernardo; el título de uno de los principales, De diligendo Deo, muestra en efecto suficientemente qué lugar tiene en él el amor; pero se estaría equivocado si se creyera que esto sea en detrimento de la verdadera intelectualidad.
Si el abad de Clairvaux quiso siempre permanecer extraño a las vanas sutilezas de la escuela, es porque no tenía ninguna necesidad de los laboriosos artificios de la dialéctica; resolvía de un solo golpe las cuestiones más arduas, porque no procedía mediante una larga serie de operaciones discursivas; lo que los filósofos se esfuerzan en alcanzar por una vía desviada y como de tanteo, él llegaba a ello inmediatamente, por la intuición intelectual sin la que ninguna metafísica real es posible, y fuera de la cual no se puede percibir más que una sombra de la verdad.