Monday, April 03, 2006

SAN BERNARDO ARENGA A LAS CRUZADAS.


Desde 1145, Louis VII había concebido el proyecto de ir en ayuda de los principados latinos de Oriente, amenazados por el emir de Alepo; pero la oposición de sus consejeros le había obligado a aplazar su realización, y la decisión definitiva había sido remitida a una asamblea plenaria que debía reunirse en Vezelay durante las fiestas de Pascua del año siguiente.

Eugenio III, retenido en Italia por una revolución suscitada en Roma por Arnaud de Brescia, encargó al abad de Clairvaux reemplazarle en esta asamblea; Bernardo, después de haber dado lectura a la bula que invitaba a Francia a la cruzada, pronunció un discurso que fue, a juzgar por el efecto que produjo, la mayor acción oratoria de su vida; todos los asistentes se precipitaron a recibir la cruz de sus manos. Alentado por este éxito, Bernardo recorrió las ciudades y las provincias, predicando por todas partes la cruzada con un celo infatigable; allí donde no podía trasladarse en persona, dirigía cartas no menos elocuentes que sus discursos.

Pasó después a Alemania, donde su predicación tuvo los mismos resultados que en Francia; el emperador Conrad, luego de haber resistido algún tiempo, debió ceder a su influencia y enrolarse en la cruzada. Hacia la mitad del año 1147, los ejércitos francés y alemán se ponían en marcha para esta gran expedición, que, a pesar de su formidable apariencia, iba a finalizar en un desastre. Las causas de este fracaso fueron múltiples; las principales parecen ser la traición de los Griegos y la falta de entendimiento entre los diversos jefes de la cruzada; pero algunos, muy injustamente, buscaron descargar la responsabilidad de ello sobre el abad de Clairvaux.

Éste debió escribir una verdadera apología de su conducta, que era al mismo tiempo una justificación de la acción de la Providencia, mostrando que las desgracias sobrevenidas no eran imputables más que a las faltas de los cristianos, y que así «las promesas de Dios quedaban intactas, pues no prescriben contra los derechos de justicia»; esta apología está contenida en el libro De consideratione, dirigido a Eugenio III, libro que es como el testamento de San Bernardo y que contiene concretamente sus puntos de vista sobre los deberes del papado. Por lo demás, todos no se dejaron llevar del desaliento, y Suger concibió pronto el proyecto de una nueva cruzada, de la que el abad de Clairvaux mismo debía ser el jefe; pero la muerte del gran ministro de Louis VII detuvo su ejecución.

El mismo San Bernardo murió poco después, en 1153, y sus últimas cartas dan testimonio de que se preocupó hasta el fin de la liberación de la Tierra Santa.

Si la meta inmediata de la cruzada no había sido alcanzada, ¿se debe decir por eso que una tal expedición era enteramente inútil y que los esfuerzos de San Bernardo habían sido prodigados en pura pérdida? No lo creemos, a pesar de lo que podrían pensar los historiadores que se quedan en las apariencias exteriores, pues había en estos grandes movimientos de la edad media, de un carácter político y religioso a la vez, razones más profundas, de las que una, la única que queremos apuntar aquí, era mantener en la Cristiandad una viva conciencia de su unidad.

La Cristiandad era idéntica a la civilización occidental, fundada entonces sobre bases esencialmente tradicionales, como lo es toda la civilización normal, y que iba a alcanzar su apogeo en el siglo XIII; a la pérdida de este carácter tradicional debía seguir necesariamente la ruptura de la unidad misma de la Cristiandad. Esta ruptura, que fue llevada a cabo en el dominio religioso por la Reforma, lo fue en el dominio político por la instauración de las nacionalidades, precedida de la destrucción del régimen feudal; y, desde este último punto de vista, se puede decir que quien dio los primeros golpes al grandioso edificio de la Cristiandad medieval fue Philippe-le-Bel, el mismo que, por una coincidencia que no tiene ciertamente nada de fortuito, destruyó la Orden del Temple, atentando con ello directamente a la obra misma de San Bernardo.