Desde hace años tengo ganas de escribir un cuento sobre un mundo en el cual cada uno conocería a una sola persona durante toda su vida. Lógicamente, para dibujar ese mundo, este postulado debería prescindir de consideraciones biológicas.
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Uno tendría que guardar años de silencio ante el misterio de la presencia en el Otro, antes de poder acercarse. En toda su vida uno no encontraría más que un par de personas a lo sumo. Esta idea adquiere mayor realidad si uno pasa revista a su vida y distingue los amigos de los conocidos.
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No son lo mismo. La amistad es un vínculo más profundo y sagrado. Shakespeare lo dice con una frase muy bella: «Los amigos que tienes y su atención probada, sujétalos a tu alma con argollas de acero.» Un amigo es un tesoro increíblemente valioso.
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Es un ser amado que despierta tu vida para liberar las posibilidades que hay en ti.
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Tadmur es ahora una ciudad en ruinas. Pero las ruinas no están vacías. Son lugares sagrados que rebosan de presencias. Un amigo mío, obispo ortodoxo, pensaba construir una casa parroquial junto a su iglesia. Cerca había una ruina, abandonada desde hacía cincuenta o sesenta años.
Tadmur es ahora una ciudad en ruinas. Pero las ruinas no están vacías. Son lugares sagrados que rebosan de presencias. Un amigo mío, obispo ortodoxo, pensaba construir una casa parroquial junto a su iglesia. Cerca había una ruina, abandonada desde hacía cincuenta o sesenta años.
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Fue a ver al hombre cuya familia había vivido allí años antes y le pidió que le cediera las piedras para los cimientos. El hombre se negó. Cuando el sacerdote preguntó por qué, respondió: , «¿qué sería de las almas de mis antepasados?».
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Quería decir que incluso en unas ruinas largamente abandonadas, las almas de quienes las habían habitado poseían una afinidad y apego particulares al lugar. La vida y pasión de una persona dejan su impronta en el éter. El amor y el odio no permanecne enclaustrados en el corazón, sino que salen a construir tabernáculos secretos en el paisaje.