Tuesday, February 21, 2006

SAN BERNARDO


Entre las grandes figuras de la edad media, hay pocas cuyo estudio sea más propio que la de San Bernardo, para disipar algunos prejuicios queridos del espíritu moderno. ¿Qué hay, en efecto, más desconcertante para este espíritu que ver a un puro contemplativo, que ha querido ser y permanecer siempre tal, llamado a desempeñar un papel preponderante en la dirección de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y que triunfa frecuentemente allí donde había fracasado toda la prudencia de los políticos y de los diplomáticos de profesión? ¿Qué hay más sorprendente e incluso más paradójico, según la manera ordinaria de juzgar las cosas, que un místico que no siente más que desdén para lo que llama «las argucias de Platón y las sutilezas de Aristóteles», y que triunfa no obstante sin esfuerzo sobre los más sutiles dialécticos de su tiempo? Toda la vida de San Bernardo podría parecer destinada a mostrar, por un ejemplo brillante, que existen, para resolver los problemas del orden intelectual e incluso los de orden práctico, otros medios que aquellos a los que se está habituado desde hace mucho tiempo a considerar como los únicos eficaces, sin duda porque son los únicos al alcance de una sabiduría puramente humana, que no es ni siquiera la sombra de la verdadera sabiduría. Esta vida aparece así en cierto modo como una refutación anticipada de esos errores, opuestos en apariencia, pero en realidad solidarios, que son el racionalismo y el pragmatismo; y al mismo tiempo, confunde e invierte, para quien la examina imparcialmente, todas las ideas preconcebidas de los historiadores «cientificistas» que estiman, con Renan, que la «negación de lo sobrenatural forma la esencia misma de la crítica», lo que, por lo demás, admitimos de buena gana, pero porque vemos en esta incompatibilidad todo lo contrario de lo que ven ellos, es decir, la condena de la «crítica» misma, y no la de lo sobrenatural. En verdad, en nuestra época, ¿qué lecciones podrían ser más provechosas que esas?