Monday, February 27, 2006

VIDA Y OBRA


Bernardo nació en 1090 en Fontaines-lès-Dijon; sus padres pertenecían a la alta nobleza de la Borgoña, y, si notamos este hecho, es porque nos parece que algunos rasgos de su vida y de su doctrina, de los que tendremos que hablar a continuación, pueden relacionarse hasta un cierto punto con este origen. No queremos decir que solo por eso sea posible explicar el ardor a veces belicoso de su celo o la violencia que aportó en varias ocasiones a las polémicas a las que fue arrastrado, y que, por lo demás, era todo de superficie, ya que la bondad y la dulzura constituían incontestablemente el fondo de su carácter. A lo que entendemos hacer alusión sobre todo, es a sus relaciones con las instituciones y el ideal caballeresco, a las que, por lo demás, es menester acordar siempre una gran importancia si se quieren comprender los acontecimientos y el espíritu mismo de la edad media.

Hacia la veintena de su vida Bernardo concibió el proyecto de retirarse del mundo; y en poco tiempo logró hacer participar de sus intenciones a todos sus hermanos, a algunos de sus allegados y a un cierto número de sus amigos. En este primer apostolado, su fuerza de persuasión era tal, a pesar de su juventud, que pronto «devino, dice su biógrafo, el terror de las madres y de las esposas; los amigos temían verle abordar a sus amigos». En eso hay algo de extraordinario, y sería ciertamente insuficiente invocar la fuerza del «genio», en el sentido profano de esta palabra, para explicar una influencia semejante. ¿No vale más reconocer en ello la acción de la gracia divina que, penetrando en cierto modo toda la persona del apóstol e irradiando hacia fuera por su sobreabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal, según la comparación que él mismo empleará más tarde aplicándosela a la Santa Virgen, y que, restringiendo más o menos su alcance, se puede aplicar también a todos los santos?

Así pues, acompañado de una treintena de jóvenes, Bernardo, en 1112, entró en el monasterio de Cîteaux, que había escogido en razón del rigor con el que allí se observaba la regla, rigor que contrastaba con la relajación que se había introducido en todas las demás ramas de la Orden benedictina. Tres años más tarde, sus superiores no vacilaban en confiarle, a pesar de su inexperiencia y de su salud delicada, la dirección de doce religiosos que iban a fundar una nueva abadía, la de Clairvaux, que debía gobernar hasta su muerte, rechazando siempre los honores y las dignidades que se le ofrecerían tan frecuentemente en el curso de su carrera. El renombre de Clairvaux no tardó en extenderse lejos, y el desarrollo que esta abadía adquirió pronto, fue verdaderamente prodigioso. Cuando murió su fundador, abrigaba, se dice, alrededor de setecientos monjes, y había dado nacimiento a más de sesenta nuevos monasterios.