Monday, March 06, 2006

CLAIRVAUX.-


El cuidado que Bernardo aportó a la administración de Clairvaux, regulando él mismo hasta los más minuciosos detalles de la vida corriente, la parte que tomó en la dirección de la Orden cisterciense, como jefe de una de sus primeras abadías, la habilidad y el éxito de sus intervenciones para allanar las dificultades que surgían frecuentemente con Órdenes rivales, todo eso hubiera bastado ya para probar que lo que se llama el sentido práctico puede aliarse muy bien a veces con la más alta espiritualidad.

En eso había más de lo que hubiera sido necesario para absorber toda la actividad de un hombre ordinario; y, sin embargo, muy a pesar suyo, Bernardo iba a ver pronto abrirse ante él un campo de acción muy diferente, ya que nunca temió tanto a nada como a ser obligado a salir de su claustro para mezclarse a los asuntos del mundo exterior, de los cuales había creído poder aislarse para siempre, para librarse enteramente a la ascesis y a la contemplación, sin que nada viniera a distraerle de lo que, según la palabra evangélica, era a sus ojos «la única cosa necesaria».

En esto, se había equivocado enormemente; pero todas las «distracciones», en el sentido etimológico de la palabra, a las que no pudo sustraerse y de las que llegó a quejarse con alguna amargura, no le impidieron alcanzar las cimas de la vida mística. Esto es muy destacable; lo que no lo es menos, es que, a pesar de toda su humildad y de todos los esfuerzos que hizo para permanecer en la sombra, se hizo llamada a su colaboración en todos los asuntos importantes, y que, aunque no hizo nada a los ojos del mundo, todos, comprendidas las más altas dignidades civiles y eclesiásticas, se inclinaron siempre espontáneamente delante de su autoridad completamente espiritual, y no sabemos si eso es más para alabanza del santo o para alabanza de la época en la que vivió. ¡Qué contraste entre nuestro tiempo y aquél donde un simple monje, únicamente por la radiación de sus virtudes eminentes, podía devenir en cierto modo el centro de Europa y de la Cristiandad, el árbitro incontestado de todos los conflictos donde el interés público estaba en juego, tanto en el orden político como en el orden religioso, el juez de los maestros más reputados de la filosofía y de la teología, el restaurador de la unidad de la Iglesia, el mediador entre el Papado y el Imperio, y ver finalmente a ejércitos de varios centenares de miles de hombres levantarse a su predicación!