Friday, March 10, 2006

SAN BERNARDO, CONTRA LA POBREZA ESPIRITUAL


Bernardo había comenzado en buena hora a denunciar el lujo en que vivían entonces la mayoría de los miembros del clero secular e incluso los monjes de algunas abadías; sus amonestaciones habían provocado conversiones resonantes, entre las cuales está la de Suger, el ilustre abad de Saint-Denis, que, sin llevar todavía el título de primer ministro del rey de Francia, desempeñaba ya sus funciones.

Es esta conversión la que hizo conocer a la corte el nombre del abad de Clairvaux, a quien se consideró allí, según parece, con un respeto mezclado de temor, porque se veía en él el adversario irreductible de todos los abusos y de todas las injusticias; y pronto, en efecto, se le vio intervenir en los conflictos que habían estallado entre Louis le Gros y diversos obispos, y protestar duramente contra las invasiones del poder civil sobre los derechos de la Iglesia.

A decir verdad, en eso no se trataba todavía más que de asuntos puramente locales, que interesaban solo a tal monasterio o a tal diócesis; pero, en 1130, sobrevinieron acontecimientos de una gravedad mucho mayor, que pusieron en peligro a la Iglesia toda entera, dividida por el cisma del antipapa Anacleto II, y es en esta ocasión donde el renombre de Bernardo debía difundirse en toda la Cristiandad.

No vamos a seguir aquí la historia del cisma en todos sus detalles: los cardenales, divididos en dos facciones rivales, habían elegido sucesivamente a Inocente II y a Anacleto II; el primero, forzado a huir de Roma, no desesperó de su derecho y apeló a la Iglesia universal. Francia fue quien respondió primero; en el concilio convocado por el rey en Etampes, Bernardo apareció, dice su biógrafo, «como un verdadero enviado de Dios» en medio de los obispos y de los señores reunidos; todos siguieron su consejo sobre la cuestión sometida a su examen y reconocieron la validez de la elección de Inocente II.

Éste se encontraba entonces en suelo francés, y fue en la abadía de Cluny donde Suger vino a anunciarle la decisión del concilio; recorrió las principales diócesis y fue acogido por todas partes con entusiasmo; este movimiento iba a arrastrar la adhesión de casi toda la Cristiandad. El abad de Clairvaux fue a ver al rey de Inglaterra y triunfó prontamente de sus vacilaciones; y quizás tuvo una parte, al menos indirecta, en el reconocimiento de Inocente II por el rey Lothaire y el clero alemán. Fue después a Aquitania para combatir la influencia del obispo Gerard d´Angouleme, partidario de Anacleto II; pero fue solo en el curso de un segundo viaje a esta región, en 1135, donde debía triunfar y destruir en ella el cisma al operar la conversión del conde Poitiers.

En el intervalo, había debido trasladarse a Italia, llamado por Inocente II que había vuelto allí con el apoyo de Lothaire, pero que estaba detenido por dificultades imprevistas, debidas a la hostilidad de Pisa y de Génova; era menester pues encontrar un arreglo entre las dos ciudades rivales y hacérselo aceptar; es a Bernardo a quién se encargó esta misión difícil, misión que resolvió con el más maravilloso éxito. Inocente pudo finalmente entrar en Roma, pero Anacleto permaneció atrincherado en San Pedro del que fue imposible tomar posesión; Lothaire, coronado emperador en San Juan de Letran, se retiró pronto con su ejército; después de su marcha, el antipapa retomó la ofensiva, y el pontífice legítimo tuvo que huir de nuevo y refugiarse en Pisa.

El abad de Clairvaux, que había regresado a su claustro, se enteró de estas noticias con consternación; poco después le llegó el rumor de la actividad desplegada por Roger, rey de Sicilia, para ganar toda Italia a la causa de Anacleto, al mismo tiempo que para asegurarse su propia supremacía. Bernardo escribió inmediatamente a los habitantes de Pisa y de Génova para animarles a permanecer fieles a Inocente; pero esta fidelidad no constituía más que un apoyo muy débil, y, para reconquistar Roma, era sólo de Alemania de quien se podía esperar una ayuda eficaz. Desgraciadamente, el imperio era también presa de divisiones, y Lothaire no podía volver a Italia antes de haber asegurado la paz en su propio país. Bernardo partió para Alemania y trabajó en la reconciliación de los Hohenstaufen con el emperador; allí también sus esfuerzos fueron coronados con el éxito; vio consagrar el feliz resultado en la dieta de Bamberg, que dejó enseguida para trasladarse al concilio que Inocente II había convocado en Pisa. En esta ocasión, tuvo que dirigir amonestaciones a Louis le Gros, que se había opuesto a la partida de los obispos de su reino; la prohibición fue levantada, y los principales miembros del clero francés, pudieron responder a la llamada del jefe de la Iglesia. Bernardo fue el alma del concilio; en el intervalo de las sesiones, cuenta un historiador de la época, su puerta estaba asediada por aquellos que tenían algún asunto grave que tratar, como si este humilde monje tuviera el poder de resolver a voluntad todas las cuestiones eclesiásticas. Delegado después a Milán para restablecer la ciudad a Inocente II y a Lothaire, se vio aclamado por el clero y los fieles que, en una manifestación espontánea de entusiasmo, quisieron hacer de él su arzobispo, y tuvo que hacer el mayor esfuerzo para sustraerse a este honor. No aspiraba más que a volver a su monasterio; volvió en efecto, pero no fue para mucho tiempo.

Desde comienzos del año 1136, Bernardo debió abandonar una vez más su soledad, conforme al deseo del Papa, para venir a incorporarse en Italia al ejército alemán, al mando del duque Henri de Baviere, yerno del emperador. La desavenencia había estallado entre éste e Inocente II; Henri, poco preocupado de los derechos de la Iglesia, afectaba en todas las circunstancias no ocuparse más que de los intereses del Estado. Así pues, el abad de Clairvaux tuvo que esforzarse aquí para restablecer la concordia entre los dos poderes y conciliar sus pretensiones rivales, especialmente en algunas cuestiones de investiduras, en las que parece haber desempeñado constantemente un papel de moderador. No obstante, Lothaire, que había tomado él mismo el mando del ejército, sometió toda la Italia meridional; pero cometió el error de rechazar las proposiciones de paz del rey de Sicilia, que no tardó en tomar su revancha, devastando todo a sangre y fuego. Bernardo no vaciló entonces en presentarse en el campo de Roger, que acogió muy mal sus palabras de paz, y a quién predijo una derrota que se produjo en efecto; después, siguiéndole los pasos, le encontró en Salermo y se esforzó en apartarle del cisma en el que la ambición le había arrojado. Roger consintió en escuchar contradictoriamente a los partidarios de Inocente y de Anacleto, pero, aunque parecía conducir la encuesta con imparcialidad, solo buscó ganar tiempo y rechazó tomar una decisión; al menos, este debate tuvo como feliz resultado acarrear la conversión de uno de los principales autores del cisma, el Cardenal Pierre de Pisa, que Bernardo condujo con él junto a Inocente II. Esta conversión dio un golpe terrible a la causa del antipapa; Bernardo supo aprovecharla, y en Roma mismo, por su palabra ardiente y convencida, consiguió en algunos días apartar del partido de Anacleto a la mayoría de los disidentes. Esto pasaba en 1137, hacía la época de las fiestas de Navidad; un mes más tarde, Anacleto moría súbitamente. Algunos de los cardenales más comprometidos en el cisma eligieron un nuevo antipapa bajo el nombre de Víctor IV; pero su resistencia no podía durar mucho tiempo, y, el día de la octava de Pentecostés, todos se sometieron; desde la semana siguiente, el abad de Clairvaux retomaba el camino de su monasterio.

Este resumen muy rápido basta para dar una idea de lo que se podría llamar la actividad política de San Bernardo, que por lo demás no se detuvo ahí: de 1140 a 1144, tuvo que protestar contra la intromisión abusiva del rey Louis le Jeune en las elecciones episcopales, después tuvo que intervenir en un grave conflicto entre este mismo rey y el conde Thibaut de Champagne; pero sería fastidioso extenderse sobre estos diversos acontecimientos. En suma, se puede decir que la conducta de Bernardo estuvo siempre determinada por las mismas intenciones: defender el derecho, combatir la injusticia, y, quizás por encima de todo, mantener la unidad en el mundo cristiano. Es esta preocupación constante de la unidad la que le animó en su lucha contra el cisma; es también la que le hizo emprender, en 1145, un viaje en el Languedoc para conducir al seno de la Iglesia a los heréticos neomaniqueos que comenzaban a extenderse en esta región. Parece que haya tenido sin cesar presente en el pensamiento esta palabra del Evangelio: «Que sean todos uno, como mi Padre y yo somos uno».