Sunday, July 30, 2006
LOS HASHASHIN Y EL VIEJO DE LA MONTAÑA .-
El primer gran cisma del islam tuvo lugar en 632; Mahoma a pesar de sus numerosas esposas, tantas como diez, no había dejado descendencia masculina. Al frente de la nueva fe se colocaron dos de sus suegros, primero Abû Bakr y Omar después, los dos primeros de los cuatro grandes califas que sucedieron al Profeta.
Precisamente “califa” significa eso, “Sucesor del Profeta”. A Omar le sucedió su hijo Otmán, miembro del poderoso clan de los Umayya (Omeyas) y verdadero recopilador del Corán, tarea en la que se enfrascó para detener de una vez por todas los enfrentamientos ocasionados por las diversas interpretaciones de las palabras de Mahoma. Tened por seguro, que si Jesucristo hubiese tenido la insensatez de reencarnarse en el siglo XV, por ejemplo, sus propios adoradores lo habrían condenado a la hoguera por hereje; estad bien seguros.
Bueno, a lo que íbamos: ellos, los primeros califas, y sus prosélitos, así mismos se consideran los guardianes de la tradición islámica; son los sunnitas, musulmanes ortodoxos aferrados al texto hierático de la Sunna o “Tradición Profética”, los cuales enarbolan bandera negra.
Pero a nosotros los que nos interesan ahora mismo son los otros, los de la bandera blanca, los shiítas, los seguidores de Alí ibn Abu Talib, primo y yerno de Mahoma que al casarse con su hija Fátima legitimaba sus pretensiones al califato. Como supondréis el tal Alí fue rápidamente eliminado por los Omeyas, quienes a partir de entonces ostentaron el poder por espacio de prácticamente una centuria hasta ser literalmente aniquilados (sólo escapó uno) por la dinastía abbásida que a su vez fue reemplazada por los turcos seldyúcidas de la tribu uguz, sunnitas acérrimos.
Acosados duramente durante cuatro siglos, nada más y nada menos, los shiítas también se escindieron. Para una de las ramas desgajadas del tronco shiíta, los ismaelitas, la sucesión dinástica de los imanes, ministros de la fe islámica, terminó en el séptimo, mientras que el resto de los shiítas la prolongaba hasta el duodécimo, entre otras cosas, no voy a perderme ahora en metafisícas islámicas.
Dicha doctrina, la ismaelita, fue particularmente perseguida por lo que sus líderes abandonaron Asia para refugiarse en Egipto. A orillas del Nilo establecieron un califato, centrado en El Cairo, en oposición al califato abbásida de Bagdad, antagonista por antonomasia de los fatimíes, otro nombre que se da a los shiítas, musulmanes heterodoxos, por descender de Fátima, hija de Mahoma. Y ya llegados a este punto, comienza mi relato.
En el Irán más septentrional, sobre la escarpada cadena montañosa del Elburz, al Sur del mar Caspio, se elevan desafiando a los cielos, ocultas por sempiternas nubes, las impresionantes ruinas de un vasta fortaleza, casi una ciudad en sí misma.
Encaramadas sobre un roquedal a 1.800 metros de altitud el acceso a ellas es prácticamente imposible, hoy y hace un millar de años, cuando el lugar bullía de vida.
No en vano se trata de Alamut, “El Nido de las Águilas” o “Nido de los Buitres”, como más gustéis. Al pie del abismal desfiladero se halla la aldea de Qasir Khan.
Como podéis ver ni un alma mora ya entre estos muros, sólo el viento que azota sin piedad las desmoronadas murallas; viento árido que del altiplano iraní llega formando tormentas de arena para ir al encuentro del otro viento, viento del próximo mar, cuna del más apreciado caviar del mundo, portador de la suficiente humedad para que el sitio no sea un infierno. En definitiva, vientos que traen ecos de épocas olvidadas, tiempos en los que se luchaba por la hegemonía del mundo, terrenal y espiritual, tiempos en los que Ricardo Corazón de León batallaba contra el noble Yusuf salah ed-Din, Saladino; tiempos en los que millares de europeos viajaron a Tierra Santa, cuyas rutas de peregrinaje estaban infestadas de asaltantes, ejércitos renegados de cualquier estado y demás rapaces del desierto, para lo cual se crearon numerosas órdenes militares.
Escuadras de monjes guerreros patrullaban con celo dichos caminos; la Orden del Temple (eso dicen, personalmente, creo que "patrullaban" por los subterráneos de cierta mezquita), los hospitalarios, los caballeros teutones, todos ellos velaban por la precaria seguridad de los cristianos en Tierra Santa, no sin entremezclarse con los seguidores del islam, sobre todo los templarios que se empaparon de la alucinante mística oriental e inundaron Europa de toda un corriente innovadora. Eran tiempos en los que morir por Dios, sea cual fuere el nombre que se le otorgue, era lo máximo a lo que se podía aspirar en la vida, la guerra santa una razón de ser; y todo esto tanto es aplicable a un bando como al otro, al de la Cruz y al de la Media Luna.
Y todos ellos, musulmanes y cristianos, coincidían también en un detalle, un aspecto que como una sombra fue reptando en sus corazones, llenándolos de temor. Un nuevo terror vino a sacudir el mundo como una perniciosa ventisca, tempestad que oprimió de pavor los pechos de la totalidad de los habitantes del Viejo Mundo, del asiático y del europeo. Esta pesadilla surgió precisamente inframuros este castillo en el que nosotros nos encontramos.
¡Escuchad!
¿No lo oís? ¿No oís el viento?
Es como si estuviese susurrando algo, una palabra...un nombre...¡el nombre del terror!
HASHASHIN
HASHASHIN
HASHASHIN
Nadie está a salvo, reyes, sultanes, condes, duques, imanes, emires, califas, cualquiera, nadie podrá escapar de ellos, aunque ponga de por medio medio mundo, desiertos, mares, selvas y montañas, aunque se encierre tras siete murallas, aunque se esconda en el cielo, aunque se esconda en la tierra, nada, absolutamente nada, servirá. Los Hashashin lo encontrarán y lo ASESINARÁN.
HASHESHINARÁN
Apunte Etimológico:
De hecho, hasta el siglo XIII no hay constancia en ninguna lengua europea de un vocablo para designar al sicario que mataba por orden de otro, no porque en Europa no se hiciese, mas así era. El origen etimológico de la palabra asesino es árabe: hashashin, “el que toma hashísh”, "pero yo me decanto, más por la de servidores de la tierra negra". Ya veréis por qué. De momento que os sirva este pequeño dato; cuando Marco Polo se dirigía a la corte del Gran Kan visitó la región, aunque es más que dudoso que llegase a Alamut, sí tuvo conocimiento de los hashashin. En su maravilloso Libro de las Maravillas, Míser Millione, que es como le apodaron sus paisanos venecianos al regresar de la remota Kithai (China), aporta cierta información, no toda veraz, sobre el tema. De todos modos, y esto es cierto, Marco Polo vino del más lejano Oriente cargado de tesoros y novedades antes nunca vistas en Europa, y entre ellas se trajo en el bolsillo una nueva palabra para designar al homicida profesional, al hashashin, que en dialecto veneciano o en italiano sonaba algo así como: Assassino.
Atentados políticos, regicidios, crímenes cometidos en público a plena luz del día por adeptos suicidas o amparados por la oscuridad de la noche, la cuestión es que la secta de los hashashin sembró el pánico a lo largo y ancho del Oriente Próximo, llegando incluso hasta el mismo corazón de Europa. Con el tiempo los hashashin fueron protegidos, mantenidos y empleados por los gobernantes que pudieron tener acceso a ellos. Crecieron y se multiplicaron por Persia y lo que antaño había sido Asiria, en su lucha contra el invasor, el turco seldyúcida que se había aposentado en el poder.
Una tupida red de castillos protegía de manera hermética a la fortaleza de Alamut, inexpugnable allá en sus alturas. La secta llegó a contar con setenta mil combatientes. ¿Imagináis lo que representan 70.000 sombras fantasmagóricas puñal en mano pululando y acechando por doquier? Porque tenéis que saber que el puñal era el arma predilecta de los hashashin. Cuando el gobernante persa Sindgiar osó condenar a la secta tachándola de herética halló poco después bajo su almohada un puñal con una nota en la que se leía la siguiente advertencia: “La hoja que apareció junto a tu cabeza puede desaparecer en tu pecho”.
De todas formas eran expertos envenenadores, estranguladores y formidables espadachines. Asesinaron a la mayoría de los emires sirios y al venerable Fakr-ed-Din-Razi, visir de tres califas seldyúcidas. Éste había anatemizado a los ismaelitas, craso error; un asesino se introdujo en su círculo más íntimo, aguardó durante siete meses el momento propicio para colocar un cuchillo en la garganta del anciano visir, ordenándole retractarse, Fakr-ed-Din-Razi lo hizo, y en lugar de su cuello fue el corazón quien recibió la mortal puñalada. Del mismo modo, Conrado de Monferrato, rey cruzado de Jerusalem, tuvo la insensatez de discutir de teología con algún santón ismaelita. Dos asesinos ingresaron en su corte, se hicieron cristianos, y durante medio año aguardaron la ocasión. El magnicidio se consumó mas los esbirros fueron detenidos, encarcelados y cruelmente torturados. Ni una palabra, ni una sola salió de sus moribundos labios, antes bien se entregaron sonrientes a la muerte.
Y os preguntareis: bueno muy bien, pero detrás de toda esta gente debía haber alguien ¿no?, un cerebro planificador, meticuloso hasta el extremo, atroz y vengativo ¿no es así?
Pues sí que lo había. Semejante organización criminal debía tener una más que sólida estructura. Una figura de tal carisma y poder de convicción capaz de adoctrinar a tantos fanáticos no puede ni debe pasar desapercibida. Una especie de Bin-Laden medieval, allí refugiado en sus montañas, mientras sus acólitos barrían el mundo como una maldición.
Un rumor se extiende, se expande llevado por unas alas que vuelan a la más vertiginosa velocidad. Desde Afganistán hasta lo que un día será el Reino Unido de la Gran Bretaña el rumor es el mismo: “el Viejo de la Montaña deambula por los callejones y las plazas de las ciudades sin que nadie sospeche su identidad, puede ser cualquiera, en el mercado, en tu casa, en el campo; escucha todas las conversaciones, está en todas partes y ay de ti si tienes la desgracia de topar con él, Dios - Alá se apiade de ti, serás asesinado”.
Pero ¿quién, o quienes, fueron el Viejo de la Montaña? Porque ciertamente esta pesadilla duró siglo y medio; durante 166 años el Viejo de la Montaña amenazó y asesinó inexorablemente con una impunidad absoluta.
¿Volvemos a Egipto?
De nuevo en el país de los desaparecidos faraones y los dioses con cabeza de animal, nos encontramos en el bastión de los fatimíes, El Cairo nos abre sus puertas y deberemos perdernos por sus tortuosas callejuelas, adentrarnos en el laberíntico complejo urbano con un objetivo preciso: encontrar a un muchacho de 17 años, recién acogido en el seno ismaelita y que responde al nombre de Hassan ibn Sabbah. Quizá haya viajado con nosotros ¿os inquieta? lo digo porque también viene de Persia. Ha llegado para proseguir con sus estudios en alguna de las incontables escuelas teológicas de las que dispone la ciudad.
Lo encontramos ya empleado como funcionario del Estado. Es un joven notable, brillante, un espléndido futuro se abre ante él. Sus apabullantes dotes innatas le aportan una carrera meteórica, siempre dentro del aparato estatal; su estatus sube como la espuma, escalando hasta los más altos círculos de la órbita ismaelita. Ingresa en la corte del mismísimo califa cairota gracias a su incomparable profesionalidad y eficiencia. Y aquí es donde comenzaron los problemas.
Semejante cronoescalada al estrellato no podía por menos suscitar malsanas envidias y suspicacias ¿os suena de algo? a mí también, no tenéis mas que leer algunos foros, y ya os sonará totalmente...
¿Cómo derrocar a alguien así? Alguien con tan inmaculado currículum. Pues exactamente así, mancillando horriblemente su intachable proceder, falsificando las cuentas del tesoro real que él tan bien había sabido administrar. El taimado traidor fue un compañero de trabajo, un colaborador, aquel que precisamente se hacía llamar “su mejor amigo”.
El escándalo fue mayúsculo. Todo le fue arrebatado. Despojado de todo, arrojado al limo de la sociedad sobre la que había destacado, Sabbah a duras penas salvó la cabeza. Condenado al ostracismo desapareció de Egipto y no se volvió a saber de él durante largos años.
Décadas que permanecen en un absoluto mutismo ¿qué fue de él? ¿adónde fue? Nadie lo sabe. Lo único cierto es que en el año 1090 reaparece de improviso para entrar en el escenario de la Historia.
Acaba de apoderarse de una remota fortaleza en las cumbres cercanas al Demavend, el pico más alto de los montes Elburz, Alamut.
Porque sí, así es. No hay que ser muy perspicaz para percatarse de que nuestro pequeño Hassan ibn Sabbah es el Viejo de la Montaña. Es él quien con mano de hierro controla, dirige, adoctrina, gobierna, alimenta y vela por su particular ejército de asesinos.
Una vez obtenida una base de operaciones se encarga de moldear a los hombres reclutados en las aldeas aledañas para convertirlos en el arma perfecta, dispuesta a autoinmolarse por la fe ismaelita, sirviendo de paso a los intereses propios de Seiduna, que es como los neófitos se dirigen a su señor en todos los aspectos de la vida, porque fuese cual fuese la vida anterior, ahora sólo existe una vida, la del adoctrinamiento del fidâi. Los fedayines, “los fieles”, “los que se sacrifican”, recibían durante cinco años una instrucción doctrinaria y militar estricta, sometidos a pruebas de todo tipo las cuales rayaban el límite de la resistencia humana, física, anímica y moral.
Los hashashin profesaban a su gurú una obediencia ciega, a quien veían solamente dos días al año; el resto del tiempo lo pasaba Seiduna encerrado en su torre enfrascado en la escritura de tratados teológicos y en la meditación; era dueño de una extraordinaria biblioteca. No todo era sangre y muerte en Alamut, Hassan ibn Sabbah fue íntimo amigo de Omar Kayyam, el célebre poeta del vino, y el no menos célebre Nasir al-Din al-Tusi, astrónomo e intelectual sobre cuyos trabajos se basa la astronomía moderna, vivió casi toda su vida entre los hashashin, en el mismo Alamut, que como no, contaba con un avanzado observatorio.
La hora de la venganza había llegado. En 1094 muere Al-Mustansir, califa de El Cairo y los de Alamut reconocen como legítimo sucesor a Nizar, el hermano mayor del anterior monarca. De esta manera el frente de combate de los ismaelitas nazaríes se dividió en dos, enfrentándose a la vez a los califas fatimíes de El Cairo y a los califas seldyúcidas de Bagdad. No queráis ni pensar lo que le sucedió al “amigo” traidor.
Al año siguiente el visir seldyúcida Nizam al-Mulk es asesinado cerca de Nehavend por un fedayin. Éstos parecían tener la sobrenatural habilidad de infiltrarse en cualquier lugar, por mucho que éste estuviese defendido y custodiado. Sólo era el comienzo de una era de terror.
Para que os hagas una idea: es conocido el episodio en el que el embajador enviado por el califa fatimí de El Cairo a Alamut, con la exigencia del pago de ciertos tributos, cuando se presentó ante Sabbah reclamo en mano, obtuvo de éste una respuesta de lo más rotunda y contundente. Le espetó a uno de sus propios guardias personales: “Mátate” y sin pestañear tan solo el fedayin extrajo su puñal y se lo clavó en el pecho. El embajador regresó a Egipto con las manos vacías, el rabo entre las piernas y sin atreverse siquiera a levantar la vista.
O aquel otro, registrado en una carta dirigida a James de Vitry, obispo de Acre, en el que en una situación parecida, el Viejo de la Montaña con un sólo gesto de su mano hizo que uno de los fedayines que se encontraba de guardia en las almenas, se arrojase al vacío para aplastarse el cráneo contra el patio de armas del castillo.
Pero decidme ¿no os intriga algo? ¿no os preguntáis cual era el secreto de este hombre para que sus fieles depositaran en él toda su ciega fe, dispuestos a matar y morir por la causa? Recordad su nombre. Hashashin. Sí la respuesta es el hashísh. Hassan ibn Sabbah utilizó una estratagema terrible pero eficaz. Supo jugar con la ilusión de sus hombres. Aparte de las dependencias militares y logísticas, Seiduna hizo construir en el valle que había bajo el castillo un auténtico paraíso (paraíso es palabra persa; paraidaeza = jardín). Sin duda fue uno de los más bellos jardines creados jamás, ideado para que fuese precisamente eso, no un paraíso, sino el Paraíso. Porque allí eran llevados los fedayines en algún momento de su instrucción.
Antes Seiduna en persona, ¡que alto honor!, invitaba a los fieles a sus propias dependencias. Allí, en algún momento de la velada les era ofrecida una copa. El bebedizo era un potente narcótico compuesto de hashísh diluido en el mismo brebaje. La agradable atmósfera, las luces tenues, la amena conversación, la droga, el cansancio y toda una serie de factores por el estilo hacían que el fedayin elegido pronto cayera en un estado de profundo sopor, momento en el cual era bajado al valle por secretos subterráneos y allí era despertado por una música celestial.
Imaginad la impresión del pobre iluso cuando, aun abotargado abría los ojos y de estar en lo alto de una torre se veía de pronto en un frondoso vergel, literalmente en el Edén, pues allí estaban las huríes, las vírgenes del paraíso musulmán. Un divino harén en el que las más hermosas, cultas y refinadas mujeres del mundo prodigaban sus exquisitos cuidados y atenciones al maravillado y deslumbrado visitante que estando drogado como estaba hasta las orejas, no dudaba por un momento de que aquello era más que real. Además cuando el fedayin volvía a caer dormido, pues las huríes habían seguido administrándole pequeñas y oportunas dosis de hashísh, y era nuevamente llevado a la habitación de Seiduna, nunca, nunca, era olvidado de dejar en posesión del durmiente un detalle paradisíaco, un velo, un broche, que sé yo, cositas por el estilo. Y por si fuera poco, cuando el atontado fedayin recordando los placenteros instantes experimentados hacía un rato y balbuceante preguntaba cuánto tiempo había pasado fuera y dónde, el propio Seiduna le respondía que en el Paraíso, donde si no, y varios días además.
A continuación venía una arenga por parte del maestro en la que grababa a fuego en la mente del fedayin su deseo por volver al Paraíso, pues él, Seiduna era el único ser en el mundo que poseía la llave de dicho lugar y si las delicias saboreadas en un fugaz instante eran de tal envergadura ¿cómo sería la eternidad? Pues si moría en, digamos acto de servicio, el Paraíso le esperaba por siempre hasta el fin de los Tiempos.
Ya está, ya teneis a un hashashin dispuesto a todo con tal de reunirse con su Aïsha, Soraya, Zaida o como quiera que se llamase la hurí de turno, su celestial amada. Si triunfaba en una misión y regresaba a Alamut tendría una más que merecida recompensa y Seiduna sacaría su llave del bolsillo, en cambio si moría en el transcurso de su aventura, mejor que mejor, pues al morir luchando por la causa ismaelita tenía garantizado eternamente el acceso al Paraíso. Maquiavélico ¿eh?
Pasó el tiempo y como toda criatura viviente Seiduna falleció. No os puedo dar una fecha concreta, no hay consenso, lo que es seguro que fue entre el 1120 y el 1125. Se barajan otras fechas pero resultan del todo inverosímiles; quedaos con lo que yo os he dicho.
¿Y ahora qué? Los líderes de la secta hicieron de Seiduna, el Viejo de la Montaña, un título hereditario, hábil maniobra que otorgó la inmortalidad a su jefe a ojos de los fedayines. Le sucede su hijo Kia-Buzurgomid y a éste otros, todos empeñados en el crecimiento de la secta que imparablemente fue arrebatando vastos territorios a los seldyúcidas. Llegaron a constituir un poder con el que en la VII Cruzada (hubo ocho en 190 años) se llegó a medir san Luis, rey de Francia.
Un tal Rashid ed-Din as-Sinan llegó a imponer su ley en las montañas de la lejana Siria. De su dominio surgió el título de Sheik el-Yebel, Jefe de la Montaña, que los cruzados mal tradujeron por Viejo de la Montaña, nombre con el que Hassan ibn Sabbah y sus sucesores pasaron a la posteridad.
Todo tiene su fin, y la secta de los hashashin no iba a ser menos. Allí donde los omeyas, los abbásidas y los turcos seldyúcidas fracasaron, los mongoles de Hulagu, nieto de Gengis Kan, tuvieron éxito. En 1256 la inexpugnable fortaleza de Alamut era tomada y arrasada hasta los cimientos por las hordas que desde el mar de China hasta el centro de la misma Europa lo habían conquistado todo.
Los hashashin del Viejo de la Montaña pasaron al recuerdo y después al olvido, olvido del que yo los he sacado en estos días aciagos.
Como ya apunté antes, la similitud de la secta ismaelita con ciertas organizaciones terroristas actuales, Al-Qaeda por decir una al azar, y entre el Viejo de la Montaña y Osama Bin-Laden, al azar también, es pasmosa. Me hace gracia, por decirlo de alguna manera, cuando oigo a alguien hablar del nuevo terrorismo, de una nueva forma de guerra. Ya veis que eso no es así, que de nuevo nada; Bin-Laden tiene mil años.